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Cartas al Director

Los indeberes del profesor

Por Juan Pedro Rodríguez, profesor jubilado y autor de la Gramática gráfica al juampedrino modo y de la novela El paripé o los desertor@s de la tiza

Que se llegue a producir una huelga de padres contra los deberes que los profesores mandan a sus hijos para que sean realizados fuera del horario escolar es el síntoma último, por reciente, del despropósito general de los nuevos tiempos educativos. Y no porque la huelga sea un ataque frontal a la dignidad del profesorado, como se oye, o a la libertad de cátedra, como se dice, o porque se trate de una reivindicación de la conciliación familiar, como aparenta, o del tiempo libre para la diversión juvenil, como ojalá fuera, o porque revela el trasfondo de una rebelión contra el fracaso escolar, como debería, o contra tanto desertor de la tiza y aficionado tecnológico como pulula ya entre la docencia, como ocurre. No. Que los padres se rebelen ya, con este u otro pretexto, contra el mismo sistema que sufrieron ellos mismos hace una adolescencia y media no es ningún despropósito, aunque les falta el tino que únicamente les darían las tablas de los profesores que por aquellos años les dieron clase, como es mi caso.

Los usuales deberes para la tarde o para el finde  –dicho claramente: esos ejercicios que se dictan numéricamente en la prisa del último minuto de la clase para que sean traídos solucionados al inicio de la clase siguiente, para entendernos todos-, son el detonante del síntoma del último despropósito educativo nacional porque, en sí mismos, si no están perfectamente pensados, calibrados y medidos por el profesor antes de ser mandados al alumnado, se pueden convertir, en la mayoría de los casos, -o, mejor, en la mayoría de los alumnos-, en algo innecesario,  incoherente,  incomprensible, inoportuno, ingrato,… y hasta injusto e imperdonable. Y es que ocurre simple y llanamente que cuando, tras el fragor de la hora lectiva, la inminencia del timbre lleva al profesor a escribir en la pizarra los números de los cuatro ejercicios de la página 44, o dice con su último hilillo de voz “todas las actividades de esta página”, o cualquier otra salida semejante, lo único que se está provocando es un problemón familiar –o, como mínimo, infantil- que sobrepasará con creces el inevaluable rendimiento pedagógico-educativo que supondrá en su asignatura la realización (o no) de la orden dada a tan variopinto grupo de subordinados.

Los deberes son innecesarios cuando en la misma clase se ha procurado dejar el ratito conveniente para hacer los ejercicios allí mismo, sobre el terreno, recientes, sin apenas tomarlos como tales, tras la explicación teórica, en su momento justo. Guardar quince minutos o menos para los ejercicios es algo que únicamente suele hacer el profesor auténtico, aunque de todos es sabido que la casuística de las aulas permite  que haya alguna que otra en que ni siquiera dé tiempo de explicar nada sobre lo que luego ejercitar nada. Pero –si nos imaginamos el aulatipo, es decir, aquella en que el profesor llega sólo 5  minutos tarde, dedica apenas 10 a mantener el orden, y explica lo correspondiente al día en 25 minutos- en la mayoría de las veces con 10 minutos de práctica en la misma aula se hace innecesario hacer por la tarde lo que se debería (este es el significado correcto de los “deberes”, por su connotación de lo “indebido”) haber hecho en el aula y ante un profesor expectante dispuesto para proporcionar in situ y en milésimas de segundo la solución de cada ejercicio a quien la precise. La tarde quedaría para quien no aprovechase bien en el aula (demasiados alumnos pierden demasiados ratos esperando que funcionen las tecnologías colectivas o malusando las privadas) o para cualquier necesidad especial y puntual como lecturas, trabajos, resúmenes, refuerzos o ampliaciones.

Los deberes son, también, incoherentes y muchas veces incomprensibles e inoportunos cuando han de ser realizados a las 7 de la tarde sobre algo que se explicó a las 9 de la mañana porque obligan al alumno a tener que repasar de nuevo toda la teoría, lo que multiplica al menos por dos el tiempo necesario para su realización y multiplica también por dos las personas necesarias para su realización, pues si el alumno no consigue aclararse con el problema, el padre o la madre han de sustituir al profesor durante el mismo tiempo sin garantía de que se solucione correctamente lo pedido. Y ello en el caso de que el propio enunciado del ejercicio, la oportunidad de su realización precisamente hoy y la coherencia con el tema pertinente sean de evidencia absoluta, pues la mayoría de las actividades adolecen de tales repeticiones de nimiedades o del relleno de multitud de renglones de ínfimo valor didáctico y de tal cúmulo de acercamientos a ideas absurdas traídas a colación para tocar temas transversales que precisan de mentes despiertas para no perderse en la estulticia.

También son los deberes ingratos, pero no por el esfuerzo que precisan –que es la base del aprendizaje- sino porque impiden dedicar el exceso de esfuerzo a ellos dedicado a otras actividades de la vida de fuera del centro escolar: las tardes no son para seguir con lo del cole, sino para cualquier otra cosa que no tenga la más mínima relación con ese enorme edificio en que pasa una criatura siete horas diarias encerrado como en una especie de recinto carcelario y en el que, junto a los pocos amigos que se tienen en esa edad, pululan muchos otros repetidores o de cursos superiores en actitud inhumana muchas veces, y con el agravante de que el dichoso lugar no tiene ni calles por donde escapar ni otras personas mayores a las que acudir que no sean los funcionarios que te han de aprobar. La tarde (y hasta el fin de semana a veces) ha de ser un inmenso recreo para el juego y el baile, para la familia y los amigos, para la tele o el móvil, para la lectura o la tecnología, pero no para trastocar en suplicio vespertino lo que debería haber sido un divertimento matinal.

Pero, por encima de todo, los deberes pueden ser algo injusto rayano en lo imperdonable: es muy fácil, y rápido, decir con un hilillo de voz o escribir con números en la pizarra el listado de los deberes concretos que han de ser realizados; aún más fácil es decir a continuación en un par de segundos que quien no los traiga hechos tendrá un cero en la evaluación, o que serán corregidos uno por uno, o que se olvide de aprobar el que tenga tachones o el que… Semejantes modos de remachar la urgencia de la tarea que se avecina para la tarde provocan en el alumnado una casuística de reacciones individuales que para sí quisiera un psicólogo comprometido con la adolescencia: desde el que vomitará la comida en casa por el temor que lleva en el cuerpo hasta la que no hará ni un solo ejercicio porque pasará olímpicamente de ello o se los robará en un rato al que ella ya sabe, desde la que se quejará de que son pocos hasta el que verá en uno de ellos la oportunidad semanal de poder hacerlo en grupo en casa de quien él ya sabe. El caso es que todos, absolutamente todos, volverán indefectiblemente y por ley a la clase siguiente. Y con los deberes hechos. Y allí puede ocurrir ya lo imperdonable por injusto. Contando con que se trate de un solo folio por asignatura, al inicio de cada clase el profesor tiene que tomar la disyuntiva de dedicar medio minuto a la corrección de esos deberes (lo que le ocupará un mínimo de 20) o no dedicarlos, lo que le provoca entonces un dilema: o recoge las libretas para llevárselas  o empieza ya la explicación pues entre unas cosas y otras ha pasado ya un cuarto de hora, lo que le provoca ya un trilema: ¿cómo va a explicar atinadamente ahora si no tiene seguridad de que se han solucionado bien los ejercicios hasta que no los corrija esta tarde?

La falacia resultante es nuevamente puesta en acción: “tras el fragor de la hora lectiva, la inminencia del timbre lleva al profesor a escribir en la pizarra los números de los cuatro ejercicios de la página 44, o dice con su último hilillo de voz “todas las actividades de esta página”, o cualquier otra salida semejante”.

 

 

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