»¿Qué baremo utiliza la Iglesia cuando castiga con unas confortables vacaciones a un cura confeso de abusos sexuales a niños, y excomulga a religiosos por apoyar a los gays?
Casi treinta años conviviendo con sus miserias, con sus delitos, con sus pecados. Tres décadas sintiéndose seguro, a cubierto con los silencios cómplices de sus compañeros de ministerio y de sus superiores, persuadido de que esa sotana que con tanta indignidad viste lo enaltece sobre el resto de los mortales. Está convencido de que un pastor del Señor es intocable y que por lo tanto sus acciones, por muy abyectas que sean, van a quedar impunes así en la Tierra como en Cielo.
Qué más da la vileza que demuestre, qué importan las secuelas que puedan quedar en esos niños, en esos adolescentes que acuden al seminario a aprender, a formarse, a encauzar unas vidas cuyas páginas en blanco están por escribir; que tienen por delante un mundo al que enfrentarse, al que buscar sentido, y con lo primero que se tropiezan es con él. El monstruo. Un demonio disfrazado de fraile. Así que no conforme con emponzoñar su vida ni manchar el nombre de la Iglesia cuyo hábito no le hizo monje, tuvo que atormentar a otros seres, ¿a cuántos?, víctimas propiciatorias e indefensas de tanta iniquidad como atesoran sus instintos más bajos.
Casi treinta años después se conocen los primeros testimonios de aquellos niños, hoy hombres marcados por esa experiencia imborrable. Ahora sabemos que tres meses después de comenzar los abusos sexuales los denunciaron al rector del seminario, pero «nadie hizo nada. El silencio por respuesta. Lo único que conseguimos fue entrar en un círculo de castigos. Nos castigaban con ir a dormir a la sala de peluquería y él venía a despertarnos a cada hora». Pasaron los meses y «las noches se habían convertido en miedo». Después pidieron auxilio al tutor, «pero los abusos continuaron hasta el final de curso y nadie hizo nada para evitarlo». Lo destacable fueron «los gritos, los castigos inconmensurables, las terribles bofetadas que nos daban». Terminado el ciclo en el Seminario Menor continuaron sus estudios en el Seminario Mayor: «si en La Bañeza sufrimos acoso sexual, en Astorga fue maltrato psicológico». En resumen: «me robaron mi infancia, mi pureza, mi ilusión mi inocencia».
Puede que ellos acudieran al seminario con la esperanza de encontrar el camino hacia el Cielo, pero se dieron de bruces con el infierno. Tres décadas después la memoria sigue en carne viva, las heridas abiertas a flor de piel y la ignominia presente. Con qué estremecedora precisión retratan las víctimas el horror a pesar del tiempo transcurrido. Mientras el monstruo seguía reinando en los altares, adorado por unos feligreses ajenos a su lado más oscuro.
Explicaciones
Pero en este truculento episodio quedan más asuntos por ventilar. Y es que no solo peca el que mata, sino también el que tira de la pata. No cabe circunscribir las responsabilidades al autor de tan abominables conductas, sino que deben ampliarse a los encubridores que las silenciaron. No es suficiente con que la Iglesia pida perdón a las víctimas de este cura depravado, ahora que ha saltado el escándalo: también tiene la obligación de dar explicaciones a los afectados y a la sociedad. La Iglesia debe informar quiénes conocían los hechos y los encubrieron, desde cuándo, qué autoridad eclesiástica de mayor rango estaba al corriente de lo sucedido, por qué no se apartó al monstruo del ejercicio sacerdotal, por qué no se le alejó del contacto con los menores, por qué se limitó a trasladarle a una parroquia zamorana una vez finalizado el curso objeto de las denuncias, de cuántas víctimas tiene constancia en el seminario de La Bañeza y si se conocen casos similares en el destino de donde procedía, en un colegio de Puebla de Sanabria, o en los años posteriores a su traslado de la villa leonesa. La Iglesia debe confesar cuántos casos de abusos sexuales ha conocido y ha silenciado y tiene que procurar una reparación a las víctimas.
Porque prescritos los delitos, los que se conocen, la respuesta de la Iglesia ante el escándalo provoca sonrojo. Pretender dar carpetazo al asunto privando del oficio de párroco durante un año y enviándole a unos ejercicios espirituales de un mes resulta insultante. Máxime en una Iglesia que amenaza con la excomunión a los divorciados, a los que abortan o a los homosexuales. ¿Qué baremo utiliza cuando castiga con unas confortables vacaciones a un cura confeso de abusos sexuales a niños, y excomulga a religiosos por apoyar a los gays?
Como en todos los colectivos, no se puede generalizar. La actitud individual de un sacerdote no es extensible al conjunto. Y un dato para la esperanza: lo sucedido en el curso 1988/1989 en el seminario de La Bañeza se conoce ahora gracias a que las víctimas se dirigieron al Papa Francisco y a que, en este caso, sí que recibieron respuesta. Respuesta tibia, insuficiente, cierto; pero es la primera respuesta que obtienen en casi treinta años. Se trata de un paso en la buena dirección para que las víctimas obtengan la reparación que se merecen y los culpables cumplan con una penitencia acorde con la magnitud de las perversiones de las que son responsables.